
Tenía un mundo propio. Perfecto.
Un mundo en el que sus deseos se veían satisfechos y sus principales miedos se perdían en las correntosas aguas de un río que venía del cielo.
Ése era su mundo.
Solitario. Privado. Imaginario.
Perfecto.
Un mundo en el que nadie podía hacerle daño, en el que nadie podía molestarlo.
En el que nadie, por más que quisiera o intentara, podía alcanzarlo.
Cada vez que la realidad le impactaba, que los más sutiles cambios de la vida cotidiana lo afectaban,
él se sumergía en su mundo.
Paseaba, conocía. Se maravillaba con las fabulosas especies y los paisajes de fantasía que su mundo le regalaba.
Pero sobre todo, la paz.
Éso era lo que más le gustaba. En su mundo se sentía en paz.
Vivía en paz. Era paz.
Después de unos minutos, o tal vez horas en el mundo real, él volvía.
Como si nada. Como si su viaje nunca hubiera existido.
Cada vez se retiraba más y más seguido a su mundo. A disfrutar los placeres que una naturaleza inventada había creado sólo para él.
La más pequeña excusa ya le era suficiente para empacar sus recuerdos y emprender el viaje perfecto a su mundo ideal.
La realidad ya poco le importaba, y volver a ella le era cada vez más difícil.
Como el regreso a clases de los niños tras unas largas vacaciones.
Así fue como un día, paseando por su mundo, se perdió.
Intentó, durante horas eternas, encontrar el camino de vuelta.
Pero la realidad estaba tan lejos,
tan inalcanzable,
que por más que se esforzara, nunca llegaba.
Por eso no volvió.
Y se quedó para siempre en su mundo de fantasía.
Un mundo propio.
Perfecto.
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