Parado ante el tribunal que lo condenaría de por vida,
el joven abogado se vio presa de la peor crisis jamás vivida.
El acusado era culpable. Bien culpable.
Todos en la corte lo sabían.
Su crimen, tan terrible como innombrable.
Sin embargo no habría lugar a apelación.
Ni siquiera un veredicto que haga honor a la justicia.
El joven abogado, con la inmerecida complicidad de la ley,
había salvado al acusado, de esa pena irreversible,
que todos ya pedían.
El peso de la conciencia, su alma consumía
y mirando a las pequeñas víctimas a los ojos, se deseó chef.
Uno de esos chefs gourmet.
Que sólo han de preocuparse por cepas y comidas.
Por suerte nunca supo ser juzgado.
La respuesta a sus súplicas se hizo carne en el padre de los niños.
Y la justicia impactó en el acusado,
con la fuerza del disparo
que tanto merecía.
*Foto de www.freecodesource.com