De pronto encontró, sin más búsqueda que un suspiro, una falla tan mínima como eterna, tan sutil como etérea, que afecta a todos los que a este mundo dedican su vida.
Había algo que no encajaba. Algo que por más inteligentes y eruditos que fueran, a todos escapaba.
Era tal vez la simplicidad con la que se anunciaba, esa cruel trampa del destino que de tan sencilla, de tan mínima y pequeña, a la humanidad entera tenía engañada.
Pero él lo descubrió. Tan claro como visible. Tan lógico como aterrador.
Estaba ahí. A simple vista. Cada vez que pestañeaba.
Al abrir y cerrar los ojos el mundo se esfumaba. Y volvía otro mundo, distinto, modificado, un mundo muy diferente del que sus ojos recordaban.
Eran milésimas de segundo, verdad. Incluso muchos le dirían que no era nada. Pero él sabía, que milésima a milésima, el tiempo se evaporaba.
Y que si sumaba todas las veces que parpadeaba, el resultado lo mataría por dentro, lo atacaría con la fuerza de esa eternidad que se le escapaba.
Era un tiempo tan perdido como muerto. De secretos escondidos.
Secretos que nadie quería ver, que nadie podía ver. Que nadie añoraba.
Pero a la débil luz del tenebroso descubrimiento, sólo veía dos opciones.
Una era dejar de parpadear, evitando que el tiempo se escapara.
Eligió la segunda.
Y cerró los ojos para siempre, con la ayuda de unas gotas que le quemaron hasta el alma.