No era la primera vez que le sucedía.
Tuvo muchas oportunidades de probar con frialdad su temple y matar con silencio su agonía.
Pero ésta vez fue distinta. Única.
Un dolor profundo, una amargura especial.
Por eso no perdonó.
No dudó.
No vaciló.
Un golpe tan rápido como certero llenó de odio el lugar.
Desde otra perspectiva, un alma libre y confundida,
presenciaba esta escena con la paz de quienes levitan.
Con el maquillaje corrido por las lágrimas y las manos salpicadas del color de la venganza,
el payaso más triste del mundo escribía, sobre un pecho inerte,
una nota con sangre que decía:
“Es más fácil matar a un hombre que hacerlo sonreír.”
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