Ese número lo atormentaba hacía vidas.
57.
La culpa se adueñaba de sus pensamientos, de su cuerpo, de sus días.
El sueño era un amigo lejano, que ya casi no veía.
Noche tras noche, sus 57 víctimas se hacían carne y lo perseguían.
57.
Ni uno más; ni uno menos. 57.
Eran 57 almas. Hombres, mujeres, niños y niñas, que marcaban,
a fuego de recuerdo, los meses que hacía que no dormía ni comía. 57, 57.
No tenía más fuerzas para seguir adelante,
ni siquiera para sufrir en soledad su tristeza y su agonía. 57.
Un día, en la puerta de una iglesia, decidió confesar,
con sincero arrepentimiento,
los 57 asesinatos que eran dueños de su vida.
Otra vez en la calle, se hizo libre de pecado y sintió que la paz lo consumía.
El 57 ya no estaba.
Sus ojos se inundaron de extrañas lágrimas que apenas conocía.
Ya no sufría el dolor intenso de esas 57 espinas.
De ese odiado 57 que tanto lo perseguía.
Sin embargo el pánico se apoderó de él y volvió a entrar a la iglesia corriendo por su vida.
58.
No podía dejar testigos.
58.